SEIS AÑOS DE AGORAFOBIA
Hacía siete meses que María José y yo nos casamos, concretamente el 8 de enero de 1994. Unas semanas antes inauguramos el disco-bar que habíamos montado, un sitio de algo más de cien metros cuadrados, con el techo alto y paredes de ladrillo rústico. Con él pretendía tener un futuro para los dos. Llevaba más de cinco años con ese tipo de negocio, si bien en otro local y con un socio y amigo con el que compartí las tareas propias de ese trabajo.
Algo más de un año antes había considerado que tenía suficientes conocimientos como para montar otro negocio similar pero mejor situado. Por ese motivo decidí embarcarme en la compra de un local para abrir un “chiringuito” como el que ya tenía, pero con mejores perspectivas.
Sin embargo, tuve más y mayores dificultades en realizar aquella empresa de las que hubiera imaginado. Los cálculos que realicé para ajustar los costes de la obra y el resto de instalaciones, mobiliario y enseres en general, fueron poco menos que irrisorios en comparación con los que resultaron ser en realidad, por lo que a duras penas conseguimos abrir el establecimiento. No obstante, lo hicimos, aunque le faltaban algunos bártulos sin los cuales el buen funcionamiento del negocio era poco menos que imposible. Tal era el caso de un buen aparato de aire acondicionado o de las mesas y sillas necesarias para que los clientes se pudieran sentar a tomar café en las primeras horas de la tarde. Aún así, el bar comenzó funcionando bastante bien, y durante los primeros meses de apertura, coincidiendo con los primeros del año, íbamos ganando el suficiente dinero como para, aunque apretados, ir pagando deudas.
Aquella época de mi vida era especialmente determinante para mí, pues, por unos y otros motivos, me sentía obligado a demostrar, ante los demás y a mí mismo, mi valía como hombre responsable y capaz de formar un hogar y sacar adelante una pequeña empresa o trabajo, por lo que estaba ansioso y alerta ante los acontecimientos.
Pasaron los meses de invierno y el verano llegó pronto, y muy caluroso, con lo que la clientela dejó de ir a nuestro bar buscando otros establecimientos más frescos, bien porque estuvieran al aire libre o porque tuviesen un buen climatizador, lo que no era nuestro caso.
Las deudas comenzaron a amontonarse amenazantes, al igual que lo hiciera mi ansiedad.
Decidimos, ante aquella desesperante situación, que montar un chiringuito en la feria de nuestro pueblo podría ayudarnos a pasar aquel verano, aportándonos algún dinero extra con el que hacer frente a los compromisos más acuciantes.
Con ese objetivo me dirigí a la subasta de terrenos que en el ayuntamiento municipal se realiza cada año para tal fin, adquiriendo en la misma el derecho a explotar uno de aquellos lugares montando en él un chiringuito, tal y como teníamos previsto.
Comenzamos a trabajar en el proyecto las semanas anteriores al evento, dedicándonos primero a hacer los hoyos correspondientes para instalar los distintos palos que servirían de soporte a las telas, que pintaríamos de flores y que nos servirían como elemento decorativo y a la vez de delimitación de aquel disco-bar de feria.
Una mañana de aquellos días, realizando parte de esas tareas, empecé a sentirme muy mal: Me pareció que el sol calentaba muchísimo, y me estaba mareando, casi desmayando. Dejé lo que estaba haciendo y me puse a la sombra, con lo que aquella sensación de mareo y malestar se me pasó al poco rato.
Más tarde, nos dirigimos a comprar bebidas a un centro comercial y, mientras caminaba por las dependencias del centro, comencé a sentirme nuevamente mareado, como si me fuese a desmayar. De repente, mi corazón empezó a latir muy deprisa, alarmado por aquella situación, al tiempo que yo encontraba escaso el aire en aquel lugar para el ansia que de él tenía mientras sucedía todo esto; por unos momentos sentí que me asfixiaba.
Pensé que el tiempo que había estado al sol durante la mañana podría haber causado aquella situación, pues aún continuaba notando la misma sensación asfixiante de calor. En cualquier caso, sentí mucho miedo, y creí que corría peligro de morir allí mismo por lo que estaba experimentando; inmediatamente nos dirigimos al hospital.
Una vez allí, la enfermera y el médico que nos atendieron nos explicaron que se trataba de estrés, y que la falta de descanso y el calor podrían ser los motivos de ese intenso malestar.
Me dieron un relajante, el cual me aconsejaron tomar durante días, y también me recomendaron descanso. Hice caso a sus consejos y dormí unas horas con la ayuda de aquel fármaco.
Los días siguientes a aquel “mareo” (nombre que le puse a ese alarmante conjunto de síntomas) los pasé especialmente tenso, en parte debido a la preocupación que me despertaba el negocio que llevaba entre manos, y en parte al estado de alerta que mantenía por si aquel mareo se volvía a repetir, pues, aunque el médico había dicho que sólo era estrés, a mí me pareció muy “fuerte” y peligroso.
El tiempo siguió su curso. Yo continuaba ocupándome de mi negocio durante casi todo el día, a la vez que inmerso en ese estado de ansiedad y consolidando malos hábitos, alimenticios y de descanso; incluso bebía más de la cuenta.
Me encontraba cada vez más triste y desilusionado. El negocio brillante que había imaginado resultó ser un interminable trabajo en el que las deudas, en el mejor de los casos, tardarían años en pagarse a base de horas y horas de dedicación y esfuerzo diarios, si no acababa en la calle.
Aún así, volqué todas mis energías en hacer funcionar aquel establecimiento, y, por noviembre de ese mismo año, el disco-bar comenzó a coger un buen ritmo de trabajo, dando perspectivas de que la cosa continuaría así, y, poco a poco, me desharía de las deudas, lo que deseaba enormemente.
Durante los fines de semana, especialmente los sábados, acudían al local gran cantidad de personas. En éste, como en muchos otros disco-bares, la gente se aglomeraba de pie, bebiendo sus consumiciones y bailando, si era el caso, mientras la música, pop y rock principalmente, sonaba a un volumen brutal.
Conmigo trabajaban dos o tres camareros, normalmente amigos, mientras yo era el encargado de poner la música. Poner la música a un volumen brutal mientras la gente se apretujaba unos con otros, me ponía más que nervioso. El ruido me parecía insoportable, y me preocupaba mucho que las canciones que iba eligiendo para mantener constante el ritmo, no sólo musical, sino también de afluencia de público, fueran las correctas; para mí era muy importante mantener el local lleno y seguir pagando débitos.
Algunas de las personas que entraban en el local eran también motivo para que mi ansiedad se elevara, pues si bien no era un local especialmente conflictivo, la mezcla de alcohol, ruido y demás, podía generar altercados violentos, y yo era el responsable del establecimiento, por lo que temía constantemente que se produjera algún incidente de ese tipo.
Con todos aquellos ingredientes, un día, durante las horas de mayor tensión y trabajo, comencé a sentir un zumbido en los oídos, acompañado de una taquicardia y una agobiante sensación de mareo que me hizo creer, a la vez que temer, que me desmayaría allí mismo, en medio de tanta gente, lo que me agobiaba aún más de lo que ya estaba. Instintivamente, pensé que tomar un whisky podría tranquilizarme, y con ello disminuir mis síntomas y continuar trabajando. Mi compañero, al ver primero mi cara desencajada por el miedo, y cómo me recuperaba poco después de tomar esa copa, llenó otro vaso hasta arriba para que no me faltara de aquella “medicina” mientras duraba el apretón de trabajo.
Así, se fueron repitiendo uno tras otro, innumerables fines de semana, con el deseo de que se diera muy bien y viniese mucha gente al disco-bar, y con el miedo a que apareciese el “mareo”, pues, si bien había encontrado una fácil solución para cuando aparecía (la de tomar una copa), aquel remedio no impedía que lo hiciera, en mayor o menor medida, ni que me mantuviese ansioso y alerta a su posible aparición.
Los viernes y sábados noche transcurrían mientras yo permanecía atento a cuanto acontecía en el disco-bar, al tiempo que a mis síntomas. Entonces era más consciente de lo que sucedía en local a lo largo de una velada, que de lo que ocurría en mi mente en relación al miedo que tenía.
El resto de la semana lo dedicaba a beber cada vez con mayor frecuencia sin ser consciente de ello, o, al menos, sin darle la importancia que merecía; a comer de forma compulsiva y desordenada; a trabajar en el disco-bar, y a buscar soluciones para que el temido “mareo” no apareciese, por lo que hice algunas consultas a diversos profesionales sanitarios.
La conclusión que saqué tras aquellas consultas, fue que el ruido me provocaba estrés y la sensación de mareo que tanto me alarmaba. Esa conclusión me convenció bastante. De hecho, cada vez que estaba en medio de aquel montón de decibelios sentía una especie de pitido chirriante que me resultaba insoportable, con el que me solía sentir mareado y estresado. No era de extrañar que pidiese opinión al especialista en oídos, quien me aconsejó usar tapones mientras trabajaba.
Seguí su consejo, pese a lo molesto que resultaba trabajar con tapones, y, al principio, hasta parecía una buena solución.
Un domingo, mientras trabajaba en el bar, allá por febrero de 1995, y atendía a los dos únicos clientes que se encontraban en el establecimiento, parecía ir todo bien (bueno, tenía un poco de reseca), hasta que uno de los clientes hizo una burla con el polvo que lucía el grifo de la cerveza, lo que provocó que me sintiera bastante ridículo. De inmediato, comencé a encontrarme mal; de nuevo pensé que me desmayaría allí mismo, y no encontraba una solución a aquella fatal situación. Mi orgullo y mi vergüenza me impedían contar lo que me ocurría a aquellos clientes, y beber no creía que fuese lo más oportuno, de hecho, ya había bebido bastante por la mañana. No obstante, me calmé un poco, esperé a que se marcharan los clientes, cerré el establecimiento y fui a casa e intenté dormir. Durante la noche volví a sentirme mal, bastante más asustado que en otras ocasiones; pero, aun así, no fui al centro de salud hasta llegada la mañana. Una vez allí, el médico que me atendió pidió que me examinaran, por si sufría alguna anomalía funcional. Para mi sorpresa, las pruebas indicaron nuevamente que no tenía ningún mal aparente.
El facultativo me recetó un relajante muscular y me explicó que (según él) las cervicales se tensan mucho cuando estamos alarmados, por lo que se producen ese tipo mareos. También que era bueno tomar aquellos medicamentos. Tomé dos, o quizá tres, de esos relajantes en otras tantas ocasiones; pero, como me dejaban, como se suele decir “muy tirao”, me pareció mejor remedio el whisky, llegada la ocasión. También me recetó unas sesiones de calor en las cervicales, a las que asistí gustoso. Aun así, mi sensación de “mareo”, lejos de disminuir, fue en aumento, al tiempo que comenzó a acompañarme constantemente, aunque no con la intensidad que lo hacía de forma puntual.
Durante aquella época la tristeza estaba cada vez más presente en mi vida. Por unos u otros motivos había perdido la ilusión de un futuro mejor, y el presente no era muy halagüeño. A duras penas mantenía la esperanza de que algún día la alegría volviese a formar parte de mi vida. Hacía ya bastantes años que la apatía y la desilusión estaban presentes en mi de forma habitual; aunque, los meses anteriores a mi boda y a la apertura del disco-bar, había vuelto a ilusionarme con la esperanza de un futuro mejor.
Solía pensar cosas como: “No te canses; no te ilusiones más”. “Llevas haciéndolo muchos años y qué consigues a cambio, sólo desengaños”.
Pensaba en vivir; pero sólo para no fallar al compromiso que había adquirido, en parte conmigo y en parte con la mujer con quien me había casado.
En ocasiones miraba a la gente de mi alrededor y me parecía que ellos estaban alegres y divertidos, ajenos a una tristeza tan perenne. Me preguntaba por qué no iba a ser posible que yo también fuese feliz.
“La vida da muchas vueltas”, me decía, “ y, aunque haya pasado sufriendo, por unas u otras razones, los que se suponen mejores años de mi vida, eso no quiere decir que no hayan más años que vivir y que no vayan a ser buenos por no ser joven”. “Fíjate en tu suegro, es mayor y se le ve siempre muy feliz”. “Quizás, cuando sea igual de mayor, yo también lo sea”, y cambiaba entonces mi ánimo y también mi actitud.
Toda vez que mi trabajo me dejaba un poco de tiempo libre, realizaba, entre tristeza y ánimo, actividades que me gustaban, como el deporte o tocar el piano. Pero siempre aparecía el “mareo” (al cual temía, pues era sinónimo de ataque de pánico), y volvía a bajar mi ánimo y a dejar esas actividades. Así, en una ocasión, mientras hacía un poco de deporte, sentí uno de esos terribles “mareos” que tanto me alarmaban, al tiempo que parecían dolerme las cervicales. Recordé en esos instantes lo que el médico me había dicho respecto de las cervicales, y dejé de practicar ejercicio inmediatamente, pues sentí muy peligrosos aquellos síntomas y pensé que quizá estaba sometiendo a mis vértebras a algún tipo de tensión sumamente contraproducente. Algo similar me sucedió mientras recibía una clase de piano. En esta ocasión fue una especie de zumbido en los oídos lo que me alarmó enormemente, por lo que también dejé de realizar esa actividad.
De ese modo fueron pasando los días y los meses, y entre tanto nació mi hijo Antonio, el veintidós de Julio de aquel año. Tal acontecimiento me colmó de alegría e ilusión. Fui verdaderamente feliz. Mi ánimo resurgía, en parte gracias a tan agraciado acontecimiento y, en parte, a las circunstancias: Hacía varios meses que no sufría ninguna crisis, sobre todo, porque durante el verano el bar no se llenaba de gente los fines de semana. Esa circunstancia hacía que no me angustiase tanto los sábados, pues ni la cantidad de público me resultaba alarmante, ni tampoco el volumen musical, que también era más bajo. Además, durante el resto de la semana me mantenía ocupado atendiendo a la clientela y a la gestión del establecimiento, sin esperar con ansiedad y temor la llegada del sábado noche, el cual se había convertido para mí en una especie de tormento durante los meses de invierno.
Pero, lo bueno parecía durar poco, y pronto pasó el verano, y, aunque tenía una solución de la mano: poner un tipo de música más suave en el establecimiento, que no perjudicara a mis oídos y a la vez atrajera a un número de personas inferior, opté por seguir con el ritmo que marcaban los acontecimientos: continuar poniendo música a un volumen brutal; pues la gente lo pedía y yo me aseguraba de pagar la cantidad de deudas que tenía.
Volvieron entonces los temores, que eran pesadillas; y la tristeza, una especie de frío interior y una angustia casi constantes.
Por las mañanas no me apetecía levantarme. Aun así, lo hacía y buscaba realizar, si mis obligaciones me lo permitían, actividades que me gustasen. Nuevamente, comencé a practicar deporte y a tocar el piano; pero debido a los “mareos”, otra vez fui abandonando la práctica de ambas actividades.
Pronto las reuniones sociales, bodas, comidas, etc., fueron atemorizándome, por si en ellas me “daba”, aunque no solía evitarlas.
Durante la Semana Santa de 1996 sufrí una crisis de ansiedad terrible. Tras varios días de trabajo agotador, una mañana comencé a sentirme muy mal. Mientras conducía en dirección a un supermercado para hacer las compras del bar, sentí que me iba a desmayar y no despertar. Regresé, de inmediato, a mi establecimiento, del que no estaba demasiado lejos. Una vez allí, empecé a sentirme aún peor. Mi cara debió tornarse de un mal color, pues tanto un empleado como un proveedor que se encontraban en el lugar se vieron alarmados por mi aspecto. Este último se ofreció para llevarme rápido al hospital, y así lo hizo. Me ayudó a llegar hasta su moto y me subió con él en la parte trasera del asiento, me agarré y recosté sobre él y me condujo hasta el ambulatorio.
Una vez allí me atendió el médico de guardia. Tras hacerme un reconocimiento me suministró suero y un tranquilizante. Me aconsejó descanso y me dio algún medicamento.
Una vez más se repetía la misma historia; pero con una pequeña diferencia: Cuando me acosté y pasaron varias horas, comencé a sentir una sensación de nerviosismo extrema. Los nervios me producían espasmos y convulsiones y mi mente entró en un estado de frenética agitación, deseosa, entre otras cosas, de salir de aquella situación. Llegada la noche tomé alguna de las pastillas que me había dado el médico de guardia. También algún whisky, y realicé mi trabajo, pues era sábado; apenas pude tenerme en pie.
Uno o dos días después estaba bastante enfadado con aquella situación, de cuyo origen culpaba a mi trabajo.
“¡No tengo porqué pasar por esto!”, dije a mi mujer y a mí mismo, como si tuviera que justificarme ante ella y ante mí de alguna posible determinación que fuese a tomar al respecto, y como si fuera relevante que a mi me pareciese justo o injusto.
Desde ese momento comencé a tomarme más en serio la idea de acabar con aquella situación lo antes posible.
Visité de nuevo a un otorrinolaringólogo, pero éste no me diagnosticó nada. Simplemente, me aconsejó que continuara usando tapones para los oídos, pues, según él, los disco-bares eran una fábrica de sordos. También me dijo que tomara un medicamento que me recetó, concretamente un ansiolítico.
No lo tomé, pues pensaba que aquello era para la ansiedad y no para los oídos, y creía que los ansiolíticos, y demás medicamentos utilizados para la ansiedad y para los trastornos similares, eran muy peligrosos, pues producían dependencia y, según creía, mucha gente se quedaba colgada con ellos.
Continué tomando algún que otro whisky en momentos de mucha ansiedad, o sea, a diario, y llevando más a rajatabla la disciplina de evitar todo ruido que sobrepasara un determinado volumen, bien usando mis tapones o bien apartándome del lugar en el que se encontrase dicho ruido. También mantenía una constante polémica interior para determinar la conveniencia o no de cambiar de trabajo, o, al menos, de modificar el que ya tenía. De ese modo pasaba gran parte de mi tiempo imaginando un trabajo distinto, sin ruidos ni estrés, y pensando que eso, de momento, no lo podría hacer, pues aún debía demasiado dinero, motivo suficiente para posponer esa determinación.
El tiempo fue pasando, y fueron sucediendo crisis y más crisis, con algunas ilusiones como único sustento para mi esperanza. Pero, hasta aquellas se volvieron contra mí, pues resultaron ser un arma de doble filo, como observé más adelante, y tras ellas llegaban las desilusiones, llenando de amargura y tristeza mi todo mi ser, y dificultando aún más con su pesada carga mi vida en general.
Poco a poco, fui cercando y limitando mi existencia, obsesionado por evitar el ruido, al que suponía causante de mis crisis y ruina personal. Éste estaba presente en casi todo lugar y momento, aunque llevara puestos los tapones y evitara todos los lugares que me parecían ruidosos, pues con poco, si prestamos atención, siempre hay algún ruido en todo lugar y momento, aunque sea en el interior de nuestros oídos. De este modo, calles, establecimientos, reuniones sociales y familiares, e incluso estar con mis propios hijos en determinadas circunstancias, se fueron convirtiendo en sitios y situaciones que evitaba sistemáticamente.
Insonoricé un pequeño almacén, de unos dos por dos metros, que se encontraba en una esquina del disco-bar, creyendo que ahí metido y con los tapones puestos no sería posible que el ruido llegase a mis oídos. Y no lo hacía, al menos no en mayor medida que puede hacerlo el susurro de una voz; pero, aun así, a mí me molestaba enormemente, provocándome aquellos terribles síntomas.
Disponía, a lo ancho, de poco más espacio del que ocupaban mis pies, durante las jornadas que pasaba trabajando en aquel estrecho lugar, rodeado por cajas, botellas, equipo de música... Ponía las canciones y observaba a la gente a través de una pequeña ventanilla preparada para esto mientras trabajaba; al tiempo iba creándome la idea de que era distinto, inferior, a los demás.
Continuamente me preguntaba: “¿Por qué yo no puedo disfrutar de la música u oír los sonidos como el resto de la gente?” “¿Porqué he de huir de ellos?” “¿Por qué he sido castigado con semejante pena?” Mientras, en mi mente iban anidando más y más miedos. Raro era el día que no imaginase una situación en la que sobrevivir no me resultaría posible debido a aquel terrible mal, pasando aquella imaginación a convertirse en una auténtica pesadilla. Me imaginaba todo tipo de oficios en los que yo suponía que no podría trabajar y con los que no podría sobrevivir, debido a mi singular condición. También me atormentaba la idea de tener que ir a una guerra o a la cárcel, aunque no había ningún otro motivo para ello que los que me diera mi propia imaginación.
Un día decidí visitar a un afamado médico especialista del sistema auditivo, para ver si podía ayudarme a solucionar mis problemas. Le expliqué la situación: Que tenía “mareos” que me provocaban crisis de ansiedad, y que el ruido me resultaba insoportable. Que la mayor parte del tiempo tenía una especie de ruido de fondo muy molesto que me ponía más que nervioso, y que todo aquello estaba limitando y arruinando completamente mi vida.
El médico me explicó que aquello no tenía cura. Que lo único que podría hacer era lo que estaba haciendo: Evitar los ruidos y llevar aquella situación lo más resignadamente posible. Le expliqué, entonces, que puesto que el ruido se encontraba en todas partes, no sólo en mi trabajo, sino también en un autobús, un restaurante o cualquier otro sitio, evitarlo no sólo limitaba mi vida extremadamente, sino que además era una misión prácticamente imposible, a lo que él asintió y me volvió a decir que aquello era así; no tenía cura.
Me hizo, además, una prueba auditiva mediante la cual diagnosticó que tenía hipoacusia (falta de audición) que afectaba, principalmente, a la gama de frecuencias que se encuentran entre los cuatro kilohercios, motivada, posiblemente, por la exposición al ruido intenso. También vaticinó que me quedaría sordo a causa de aquello. Le pregunté entonces si al quedarme sordo desaparecería mi malestar por los ruidos, y él contestó que sí. En ese momento le sugerí que me operara para dejarme sordo, y con eso poner fin a aquella pesadilla, pues, realmente, utilizaba a todas horas unos tapones hechos a medida con los que apenas si podía oír; con lo que, de un lado, no disfrutaba de los sonidos, y de otro, eran, aparentemente, la causa de mi sufrimiento. Por fortuna, se negó.
De regreso a casa lloraba mientras me preguntaba cómo mantendría a mi familia con un disco-bar, ruidoso por necesidad, y con aquel problemón.
Mi mujer estaba embarazada de la que sería nuestra segunda hija, y aquella misma noche nació Julia. Estaba contento, como es lógico, porque todo había salido muy bien, y triste, porque el futuro no parecía ser muy halagüeño. “¿Cómo podría sobrevivir y sacar adelante a mis hijos?”
Fui a trabajar al disco-bar poco después de que María José diera a luz, pues era viernes noche. Pedí a mis compañeros que invitaran a todos los clientes, además de a ellos mismos, a brindar con cava, como lo había hecho un par de años atrás en el nacimiento de mi hijo Antonio; sólo que en esta ocasión yo bebería el cava en el interior de la cabina insonorizada desde la que trabajaba evitando cualquier ruido del disco-bar.
Fueron momentos muy tristes los de aquella noche, en los que no dejaba de preguntarme cómo era posible que me estuviera pasando aquello. Resultaba increíble que no pudiera ni beber una copa de cava en mi propio bar, y celebrar con ello un día tan importante como el del nacimiento de mi hija, sin tener que ocultarme del ruido y el ambiente que en general reinaban en el establecimiento, so pena de ser castigado con un ataque de pánico.
Dicho así, a cualquiera que nunca haya sufrido uno de esos ataques, podría parecerle que por un día no pasa nada. Pero, para entonces, el miedo que tenía a que apareciese una crisis era tan tremendo que ni siquiera me atrevía a plantearme la posibilidad de saltarme aquellas normas preventivas, pues, poco a poco, y cada vez más, me había convencido de que era algo verdaderamente peligroso, algo de lo que podría morir por el mero hecho de experimentarlo. En realidad, el principal problema de las crisis de pánico es que cuando surgen, quien la sufre, verdaderamente cree que corre peligro de morir. Después podrá, o no, convencerse de que esa creencia era falsa; pero en el preciso momento en que sucede, el que la está viviendo piensa que realmente corre un grave e inminente peligro de muerte, o al menos de perder el control y volverse loco o algo similar. Pasada esa experiencia, y máxime si, como a mí me sucedió, las crisis se repiten con cierta frecuencia, lo más normal es que la persona afectada se sienta acorralada a la vez que amenazada por la posible aparición de otra crisis.
Con todo, por aquel entonces, yo aún no tenía una conciencia plena de que aquello eran crisis de pánico. Pensaba que se trataba de “mareos” que me producían ansiedad y que eran un problema de origen auditivo. Por ese motivo, me pasaba gran parte de mi tiempo empleando estrategias para evitar que el ruido llegase a mis oídos. Así, compré un ecualizador de sonido con el que eliminaba la frecuencia sonora de los cuatro kilohercios, por ser esta frecuencia la que se correspondía con la lesión que, según dijo el doctor, tenía en mis oídos. Con ello no conseguí nada, aparte de que la música sonara a pura castaña en el disco-bar durante los siguientes tres años. Cambié mi viejo Renault 18 por un Audi 90 de segunda mano, pues el motor diesel de aquél era ruidoso y el de éste no. También puse planchas acústicas en alguna habitación de mi casa, para que el ruido se amortiguara y… Bueno, cualquier cosa con tal de que aquello no volviese a aparecer.
Hice todo eso pensando que era lo mejor que podría hacer, no sólo para mí, sino también para mi familia, pues suponía que mi salud era vital para la supervivencia de todos, y yo me sentía bajo la constante amenaza de muerte que se siente al sufrir crisis de pánico recurrentes e incontroladas, por lo que creía que debía actuar así.
Entre tanto tuve crisis para dar y tomar. Ocasiones en las que, a media comida en algún restaurante, tuvimos que salir corriendo de allí por mi causa. Lo mismo en algún centro comercial o conduciendo, con mi hijo en el asiento trasero del coche. En una ocasión tuve que parar, sin saber muy bien en que autopista estaba, pedir auxilio a los dependientes de un establecimiento, y llegar finalmente a casa pensando que había estado a punto de ser mi último día y que había puesto en peligro la vida de mi hijo.
Pero lo peor estaba por venir, pues hasta entonces me iba apañando.
Sacaba fuerzas de flaqueza una y otra vez y soñaba con que todo aquello tenía solución, bien fuera evitando sistemáticamente las situaciones que me provocaban esas insoportables sensaciones, poniendo barreras para que el ruido no llegase a mis oídos, confiando en que la ciencia avanzara y diera solución a mi problema, llevando siempre conmigo un ansiolítico (pues había aprendido que aquello me daba mayor seguridad y que cuando aparecía el “mareo”, si me tomaba el ansiolítico, éste desaparecía), y, en suma, confiando en que antes o después, esa situación cambiaría.
Un día hice un viaje a Madrid en mi nuevo Audi de segunda mano. El motivo de este viaje no era otro que el de acudir a la cita que tenía con una clínica para el tratamiento de la alopecia. Semanas atrás había iniciado dicho tratamiento movido, en parte, por probarme a mí mismo y a mi nuevo coche. Quería ver cómo me manejaba, pues llevaba un tiempecito que estaba más animado, y, además, con un coche tan silencioso no tendría por qué temer. También la idea de que me creciera pelo en las zonas de mi cabeza que comenzaban a tener notables entradas me seducía bastante, por lo que me decidí a iniciar aquel tratamiento.
De camino a Madrid, casualmente, hablaron en la radio del tipo de personas a los que les había dado por hacerse implantes de pelo, mientras los locutores hacían burlas al respecto. Y, si bien yo no iba a hacerme un trasplante de pelo ni me consideraba del tipo de gente de la que hablaban, lo cierto es que iba camino de someterme a uno de esos tratamiento contra la alopecia. Por lo demás, me sentía un poco gilipollas mientras me dirigía a la cita.
Poco antes de entrar a Madrid comencé a sentir una especie de contractura en los músculos cervicales. Inmediatamente me alarmé por ello. Pensé: “Cuando las cervicales están rígidas, como sucede ahora, es fácil que el “mareo” (crisis) aparezca. No obstante, continué hasta el lugar al que me dirigía sin más incidentes.
Una vez allí, me encontré con algo que no esperaba. Hasta aquel día, todas las sesiones a las que había ido para someterme al mencionado tratamiento, consistían en un suave masaje en la cabeza, que era proporcionado por alguna simpática empleada al tiempo que aplicaba una ampolla de algún producto que, supuestamente, mejoraba la vitalidad del cabello. Después me secaban el pelo con una luz ultravioleta, y poco más. Aquello parecía efectivo a la vez que agradable; pero, aquel día, la aplicación del tratamiento era distinta, pues se trataba de inyectar una sustancia en la piel de la cabeza, y si bien yo ya sabía esto, suponía que se trataría de un inofensivo pinchacito, lo que no fue así. Fueron muchos pinchacitos y me resultaron bastante dolorosos. Eso, junto con la posición en la que debía permanecer durante todo el tiempo que tardó la médico en ponerme las inyecciones, con la cabeza hacia atrás apoyando la parte trasera del cuello en un lavacabezas, hizo inevitable que tensara con rigidez las vértebras cervicales, lo que me dejó una lógica sensación dolorosa en esa zona. Sensación ésta que hubiera sido totalmente inofensiva para mí, de no ser porque estaba convencido de que con ella aparecerían mis temidos síntomas. A todo ello se añadió el temor que me producía creer que tal vez me habían suministrado alguna sustancia que alterara mi sistema nervioso, pues por entonces había sufrido varias crisis tras haber tomado algún estimulante, tal como café o bebidas energéticas, y me asustaba pensar que aquel compuesto pudiera tener entre sus componentes alguno que desencadenara mi pánico.
Así las cosas, salí de aquel lugar y, a pocos metros, sentí una primera sacudida que recorrió todo mi cuerpo. No obstante continué hacia el parking, cogí mi coche y salí en dirección a mi pueblo. Cuando iba conduciendo por el Paseo de la Castellana, entre un montón de vehículos, ruido y tensión, tuve más de aquellas sacudidas, bastante seguidas unas de otras. Pronto tuve que dirigirme a un lado de la calzada y aparcar en él. Sentía tensión y dolor desde la cabeza a la espalda. Mi corazón latía rápida y fuertemente, como si quisiera sofocar un fuego amenazante con el chorro de sangre que bombeaban sus latidos. Inspiraba y expiraba el aire rápida y profundamente, como si el oxígeno fuera el combustible vital para mi organismo mientras realizaba aquel trabajo. Veía todo borroso e inestable. Saqué una o dos pastillas de las que llevaba siempre conmigo para estas situaciones y las tomé. Un rato después mi situación había mejorado un poco; pero aún así me encontraba incapaz de realizar cualquier tarea que no fuera pedir ayuda e ir a un hospital. Paré a un taxi y expliqué, brevemente, mi situación al taxista. Éste me condujo hasta un parking en el que dejamos mi coche y me llevó hasta el hospital. Cuando llegué mis síntomas comenzaron a avivarse de nuevo, como si quisieran ser ellos los que explicaran al personal el motivo de mi visita. La persona encargada de recibir las urgencias en la entrada del hospital me indicó que esperase en una de las salas que a para ello había en el lugar. Seguí sus instrucciones y me senté a esperar que un médico me atendiera, mientras continuaba con mi ritmo de inspiraciones y expiraciones largas y rápidas, lo que, sumado a la cara de sufrimiento que a buen seguro tenía, inquietaba a algunos de los enfermos y familiares que allí se encontraban.
Pasó largo rato hasta que me atendieron. Una vez en la consulta, la doctora que me atendió me dijo que se trataba, sencillamente, de un cuadro de ansiedad. Le pregunté si podía deberse al crecepelo que me habían puesto, y ella me dijo que no. Le pregunté si podía continuar viaje en ese estado, pues me hallaba a doscientos kilómetros de mi casa, y ella contestó que sí, que sin ningún problema. Ambas respuestas me desilusionaron. Entre tanto me pusieron suero y algún fármaco; me dieron un yogur, pues ya eran casi las cinco de la tarde y aún no había comido, y, cuando lo vi oportuno, me marché.
Fui hasta el parking, cogí mi coche y, nada más salir de allí, comencé a sentirme mal, mareado, sofocado nuevamente. Aún así conduje algunos kilómetros hasta que, en un pueblo cercano a Madrid, por la N-IV, decidí parar. Allí intenté buscar algún sitio, hospital, comisaría, hostal, lo que fuera para permanecer en él hasta que aquello se me pasara; pero, con la confusión que llevaba, volví a salir a la autovía accidentalmente.
Por fortuna, no tuve ningún percance, aunque a punto estuve en ese momento de colisionar con un camión. Continué conduciendo lo más serenamente que pude; pero a unos cien kilómetros de allí tuve que parar, pues creí que me desmayaría de un momento a otro. Paré junto a un restaurante y desde él llamé por teléfono a mi mujer. Con voz temblorosa, y agotado, le expliqué a María José dónde me encontraba, para que pidiera a dos amigos que fueran allí a buscarme. Después me monté en el coche y aguardé allí a que llegaran, con el temor de que para entonces fuera demasiado tarde. Los pensamientos y sensaciones comenzaron a girar dentro de mi mente como si hubiesen entrado en una imparable y veloz espiral, la cual parecía que únicamente acabaría cuando hiciera estallar mi cabeza. Esa sensación de espiral en mi cabeza era la primera vez que aparecía, al menos tan intensamente, y fue verdaderamente terrible.
Una o dos horas más tarde llegaron mis amigos. Entonces, y con la ayuda de una copa, pude sonreír un poco.
Al llegar a casa expliqué a mi mujer que había tenido uno de los peores días de mi vida.
Aquél día de la primavera de 1998 marcó decisivamente los siguientes dos años. Hasta entonces, la idea que tenía acerca del mal que padecía era que éste me limitaba enormemente y me hacía sufrir, ante todo; pero que no era tremendamente peligroso, pues, hasta la fecha, parecía que pudiera controlar su aparición tomando algunas medidas como las que venía realizando.
Desafortunadamente para mí, ese concepto cambió a partir de aquel día de la primavera de 1998. A partir de entonces creí que, efectivamente, podría morir sólo por sufrir ese mal. Tomé conciencia de que mis “mareos” se podrían desencadenar en la situación más insospechada, tal y como me había ocurrido en Madrid, lo que los convertía en mucho más peligrosos.
A partir de aquel día comencé a luchar, aún con más fuerza, para eliminar de mi vida aquellas terribles crisis a las que llamaba “mareos”. Así, por ejemplo, llevaba mis tapones puestos casi en todo momento, en ocasiones incluso para comer.
Escribía para ordenar mis ideas y la estrategia que iba a seguir con el fin de eliminarlos. Visité más médicos, entre ellos a los de una famosa clínica madrileña de otorrinolaringología, en la que me diagnosticaron que, tal como otros especialistas me habían adelantado, tenía un problema vestibular que era el origen de mis vértigos, aparte de una hipoacusia y un acúfeno (un ruido en los oídos). En resumen, pusieron nombre a lo que tenía y me mandaron el correspondiente tratamiento.
Así, para el problema de mis “mareos”, me mandaron, aparte de unos fármacos, realizar lo que allí llamaban unos “ejercicios para la reeducación vestibular”. Éstos consistían en ejercicios físicos tales como dar vueltas alrededor de una silla, sentarse y levantarse de ésta, mover el cuello hacia un lado y hacia otro, lanzar una pelota hacia arriba para después cogerla o jugar a los bolos, por todo lo cual me cobraron sólo unas setenta y cuatro mil pesetas de las de entonces, entre las pruebas para realizar el diagnóstico, y las tres consultas que realicé. Dinero que pagaba gustoso, pues con ello tal vez solucionaban tan terrible mal.
No obstante, tras diagnosticarme la enfermedad, la doctora encargada de hacerlo me señaló que además de seguir el tratamiento indicado, debería visitar a un psicólogo, pues si bien ella advertía una alteración vestibular como origen de mis “mareos”, yo vivía los vértigos que padecía de forma excesivamente alarmante. Me explicó que había muchas personas que, aun teniendo vértigos más acusados que los míos, no por ello sufrían tanta ansiedad cuando los experimentaban. Además, también me hizo hincapié en que el alcohol perjudicaba mucho el sistema audio-vestibular, y que era frecuente que personas con antecedentes de alcoholismo sufrieran ese tipo de alteraciones.
Aún así, yo no hice ningún caso en lo que a visitar a un psicólogo se refiere, dado que mi experiencia con ese colectivo no había sido nada fructuosa en las ocasiones en que a lo largo de mi vida solicité sus servicios. Lejos de ello, cada vez que me había puesto en manos de alguno para que me ayudara a solucionar mis problemas de ansiedad, sólo me había servido para perder el tiempo y la ilusión, por lo que visitar a un psicólogo lo descarté de inmediato. Además, y sobre todo, creía firmemente que la causa única y exclusiva del mal que padecía era un problema orgánico localizado en mis oídos.
En lo referente al alcohol, pese a beber diariamente bastante más de un vasito de vino en las comidas, y seguir esa práctica durante años, yo no tenía conciencia de que abusara de él, o de que pudiera influir demasiado en mi problema.
Lo que sí hice fue realizar con regularidad los ejercicios que me habían prescrito, pese a la ansiedad que al principio me producían. También tomé la medicación que me indicaron, unas vitaminas y unas grageas de gingo biloba, y moderé mi consumo de alcohol.
Todo esto al principio me animó mucho. Pensé que con aquellos ejercicios regeneraría mi sistema audio-vestibular y mi problema desaparecería. También compré libros para aprender a relajarme mediante ejercicios de respiración, estiramientos, etc., pero todo aquello no sirvió de mucho.
Después de algunos meses de ánimo y expectativas favorables, mis “mareos” se repetían, y cada vez eran más las causas que me provocaban aquellas crisis de ansiedad. Me asustaba cuando latía fuerte mi corazón, también cuando el aire que respiraba era frío o cuando hacía demasiado calor, al igual que si mi espalda estaba demasiado rígida, por el ruido o por los movimientos bruscos, y por una larga lista de sensaciones que experimentaba, con horror algunas y aversión las que más.
Meses más tarde, y en esa misma clínica, fui visto por otro doctor para intentar solucionar lo que ellos llamaban “acúfenos” al referirse al ruido de fondo que tenía en los oídos. Este doctor me dio un test para rellenar. Con él me hizo preguntas tales como si era capaz de permanecer en una discoteca o si había tenido que marcharme de algún restaurante por culpa del ruido. Al ver este tipo de preguntas pensé que por fin daba con el especialista adecuado, además de sentir que no era el único al que le sucedía algo así, pues si no, no habría un doctor y unos test específicos para ese tipo de problema.
Tras responder las preguntas del test, el doctor otorrinolaringólogo me hizo pasar a su consulta y, una vez allí, me sacó un dibujito en el que se representaban al ruido y a las neuronas. Con ello me intentó explicar que, sencillamente, mis neuronas no filtraban bien el ruido, por lo que debían acostumbrarse a hacerlo. Para ello, según él, debía llevar puesto, todo el tiempo que pudiera, dos aparatos, uno en cada oído, que generaban un ruido específico al que me debería ir acostumbrando gradualmente, además de quitarme los tapones antirruido en toda actividad.
Naturalmente, me quedé sorprendido, y pregunté: “¿Cómo es posible que durante todo este tiempo ustedes me hayan dicho que lleve tapones y que, sin embargo, ahora me digan que me los quite?”. A lo que el doctor me contestó que se trataba de tratamientos muy novedosos que se estaban empleando con éxito en EEUU.
En parte ilusionado y en parte decepcionado, salí de la clínica en dirección al lugar que me señaló para comprar los aparatos que generaban ese ruido específico y necesario para mi curación.
Los aparatos sólo costaban alrededor de las ochenta mil pesetas cada uno, y consistían en dos pequeños artilugios, de aspecto similar a los audífonos que utilizan las personas con problemas de audición, que producían ruido blanco y a los que se podía graduar el volumen. Al ver esto, le pregunté a la empleada si aquello no tenía algún otro misterio, pues, de ser sólo eso, grabaría un ruido similar en un disco compacto y lo oiría a través de un discman, lo que, aparte de ser muchísimo más económico, resultaría más estético.
El ruido blanco no es otra cosa que un ruido que abarca la gama de frecuencias que normalmente puede oír el oído humano. Es similar al ruido que hace un televisor cuando no sintoniza con ninguna emisora o al de un aparato de aire acondicionado, y al que yo oía casi constantemente en el interior de mi cabeza.
Me grabé un disco con ruido blanco (yo lo tenía fácil, pues al trabajar con sonido conocía quien me lo podía facilitar; pero, ese ruido se puede grabar de cualquier televisor o aire acondicionado, e incluso comprar en tiendas de discos, en cuyo caso suele estar incluido en discos dedicados a distintos tipos de ruido y efectos sonoros) y lo llevé puesto durante unos días y a todas horas, graduando su volumen en función de la tolerancia que yo presentaba ante él, la cual variaba según el momento. Pronto cambié el ruido blanco por una agradable música de Pink Floid, Vangelis, etc. pues realmente cualquier canción abarca, generalmente, toda la gama de sonidos que el oído humano suele recibir normalmente, y, después de todo, de eso se trataba.
Fue una sensación desagradable al principio, a la que, sobre todo, temía. Sin embargo, pronto me acostumbré a no llevar tapones bajo ningún concepto y a escuchar todo tipo de música. Creo que en parte fueron las ganas que tenía de liberarme de aquellas ataduras las que me convencieron para actuar con tanta decisión y diligencia.
Estaba eufórico, pues aquella pesadilla parecía llegar a su fin.
Ya no pinchaba música en la cabina que había insonorizado, sino que lo hacía en una zona del disco bar en la que el ruido superaba los noventa decibelios, lo que es bastante ruidoso; y en casa escuchaba mis discos preferidos y tocaba el piano que tanto tiempo llevaba sin sonar. Por las noches, cuando oía el ruido de fondo que tenían mis oídos, me parecía poca cosa comparado con lo que había escuchado durante todo el día. Mi familia, acostumbrada a hablar bajito y a no poner música o la televisión a un volumen normal, tuvo que acostumbrarse a la nueva situación, pues eran ya muchos años, unos cinco aproximadamente, evitando todo ruido que me pudiera ser molesto, lo que había influido, lógicamente, en su propia percepción del mismo.
Aquello fue sólo un espejismo. Efectivamente, el ruido lo podía soportar, y realizaba los “ejercicios de reeducación vestibular” diariamente; pero, aún así, mis crisis se repetían en el momento más insospechado.
Poco después de aquellos días de gloria, al despertar por las mañanas, reflexionaba en mi cama mientras veía cómo aquello no se había ido tan fácilmente. Se había quedado a vivir conmigo; parasitando mi mente. Atrapándome como lo hace una droga a un drogadicto. Tejiendo una gran maraña en el interior de mi mente que me dificultaba hasta la tarea más sencilla de realizar.
Intuía que debería hacer un gran esfuerzo para salir de aquella situación; pero me sentía cansado, desilusionado tras tantos años de lucha y sufrimiento infructuosos, a la vez que constantemente hostigado por mis miedos y dolores; no sabía cómo salir de aquella situación.
Así transcurrió otro invierno, limitándose cada vez más mi existencia. Hubo momentos en los que pensé que quizá acabara suicidándome, pues, aunque no era esa mi intención, cuando oía de algún conocido que lo hubiera hecho, lo veía como alguien que se hubiera liberado de su tremendo sufrimiento.
Me sentía ridículo a la vez que diferente a los demás cuando, para salir a la calle, debía ponerme una gorra de lana que me tapaba hasta las orejas, en las que además llevaba tapones, ahora para el frío, aparte de una bufanda que abrigara bien el cuello, la boca y la nariz, amén de bastante ropa de abrigo. Aunque no hiciese demasiado frío, con poco, era causa suficiente para que me diera una crisis.
Ya no podía desayunar en una cafetería o comer en un restaurante; comprar en una tienda o viajar en coche, a menos que lo hiciera acompañado por alguna persona de confianza a la que considerase capacitada para ayudarme en caso de que me “diese”. Apenas si podía asistir a alguna celebración o acontecimiento social. Tuve que renunciar cada vez a un mayor número de cosas que, hasta entonces, habían formado parte de mi vida. Lo hacía con la creencia de que así, al menos, podía seguir viviendo, mientras mantenía la esperanza, a duras penas, de encontrar una solución.
Visité nuevamente a los médicos del afamado instituto de otorrinolaringología, a los que consulté acerca de los continuos resfriados que tenía y de su posible relación con mis “mareos”.
Un cirujano de aquella conocida clínica se ofreció para intervenirme de una pequeña desviación del tabique nasal, pues, según el doctor, por un lado aquello favorecía que me resfriara a menudo; y por otro, era una posible causa de mi terrible mal, pues, según él, era fácil que al no circular con fluidez el aire por la nariz, la mucosidad taponara el oído y lo dañara de algún modo, agravando así la causa de mis “mareos”.
La operación no fue mal y, ciertamente, desde entonces respiro mejor por la nariz, con lo que me constipo menos y apenas si ronco; pero mis crisis fueron a peor, en parte, gracias a tan tremenda desilusión.
Después de aquella intervención el doctor me aconsejó que visitara a un logopeda, pues, parte de culpa de mis resfriados parece ser que la tenía el deterioro de mis cuerdas vocales, de las que, según él, había abusado mucho por ser muy hablador, y a las que habían intervenido con anterioridad para extirpar un pólipo.
Seguí sus consejos y visité a una logopeda en este caso. Lo primero que me indicó tras hacerme un pequeño reconocimiento fue una lista de las cosas que debía evitar, tales como: No estar en ambientes secos ni ruidosos en los que hubiera que forzar la voz. No tomar alimentos ni muy calientes ni muy fríos. No tomar nada de alcohol. No comer frutos secos, y algunas cosas más que ahora no recuerdo.
Después de varios días haciendo caso a sus prescripciones hice un pequeño recuento y, junto con mis anteriores limitaciones, ¡era mucho más rápido contar lo que sí podía hacer! Decidí dejar de hacer caso a la logopeda, por el momento.
Pronto volví a desilusionarme por completo y a odiar la rutina de aquellos días en los que, tras despertar por la mañana de un sueño inquieto y fatigoso, plagado de pesadillas, aguardaba un angustioso día en el que el dolor de cabeza y de cualquier otra parte de mi cuerpo no me dejaría más que para dar paso a cualquier otra sensación desagradable. Siempre tenía una especie de frío interior que anquilosaba todo mi cuerpo. El estómago acusaba en todo momento mi estado de nervios. Sentía náuseas y malestar en él cada vez que por mi mente se paseaba alguno de los tantos miedos que la habitaban.
Deseaba, enormemente, salir de aquella situación, y hacía todo lo que creía conveniente para ello; pero no encontraba la salida. Parecía estar condenado, no ya a morir, sino a vivir, lo que me quedara de vida, tremendamente atormentado y limitado en todo momento por un entramado de sensaciones y pensamientos aterradores y paralizantes.
Me sentía más que triste. En ocasiones, cuando hablaba con María José de mi situación, le contaba, entre lágrimas, que creía sinceramente que ya nunca más volvería a ser feliz. Que la felicidad fue algo que viví en un tiempo muy lejano, y estaba totalmente aplastada y extinguida por el peso del terror que dominaba mi mente y no cesaba de anidar en ella, reproduciéndose y generando cada vez más tormentos que, como tiranos, imponían sus leyes por la fuerza de la crueldad.
Pero…, las cosas no suelen ser como parecen, y, un buen día, la fortuna llamó a mi puerta, del modo en que a continuación les relato.